APOCALIPSIS SIN FRONTERAS 

Por Érika Idáñez Bolinches

   Hace aproximadamente once años desde que empezó todo, algo para lo que nadie estaba preparado, ni siquiera las altas esferas gubernamentales. En la tierra empezaron a ocurrir sucesos extraños… edificios importantes destruidos a manos de fuerzas desconocidas, figuras reconocidas que tenían comportamientos inusuales y mandaban mensajes a través de redes o discursos mencionando algo sobre una «Nueva orden» que revolucionaría la existencia de la vida en la tierra con el fin de exterminarla. A raíz de esto se instauró un estado de pánico mundial al saber que había alienígenas merodeando por ahí. No era tan fácil lidiar con ello, esos seres tenían habilidades psíquicas, unos controlamentes en toda regla. En realidad, nunca quedaron claras sus características físicas. Se decía que eran especímenes de piel violeta. A diferencia de las creencias populares, no tenían una forma muy antropomórfica, serían algo más parecidos a los pulpos. Tenían una mirada penetrante y, a pesar de que carecían de pupilas, era imposible no perder la conciencia dentro de esos abismos verde eléctrico, nunca mejor dicho. Ese era el secreto, controlaban a la gente de esa manera. Como era lo esperado, se armó el caos, estalló una guerra de dos bandos, los alienígenas (llamados florkianos) contra los humanos. El segundo bando, prácticamente, peleaba a puños ciegos, ya que sus enemigos se encontraban infiltrados entre ellos. Caos y conflictos constantes. La gente tuvo que aprender a vivir en alerta. Llegó un momento en el que el gobierno dejó todo cargo en manos de la suerte; de hecho, hasta desaparecieron presidentes, ministros y demás. Quién sabe adónde fueron. Seguramente a Marte o algún sitio parecido. Todo estaba extinto, perdido, olvidado… o eso parecía. 

   Pero durante aquellos sucesos, un grupo de personas empezó a idear un plan para sobrevivir. Eran amigos, aficionados a la ciencia-ficción, incluso grupos de difusión de redes, eran más de los que parecían. El gobierno estaba demasiado ocupado con la guerra como para prestar atención a lo que pasaba en una ciudad tan remota como Nuevo México, así que no fue muy complicado aprovecharse de esto. Empezaron a planear una escapatoria poniendo en marcha su descabellado plan: construir un búnker subterráneo, un lugar donde poder resguardarse. Como la situación global iba en decadencia había que ir rápido. La comuna estaría ubicada bajo un viejo lavadero de coches abandonado desde hacía más de una década en las afueras. Solía ser la central de una muy conocida empresa de lavaderos, por lo que tenía un enorme almacén de antiguos productos a escasos metros bajo tierra. Era el lugar perfecto; tenía lo que más adelante se convertirían en pequeños apartamentos, zonas comunes, incluso sus propios cultivos mantenidos artificialmente. Solo harían falta un par de placas solares y mucho, pero mucho, apoyo entre los supervivientes. Cabe recalcar que no era un estilo de vida cómodo, obviamente, pero era mejor que una dolorosa muerte en una sala de torturas florkiana.

     Cuando los florkianas se expandieron de forma masiva por la ciudad llegó el momento de habitar la comuna, de dejar sus hogares para sobrevivir. Allí fueron personas, parejas y familias, como es el caso de Walter y Sarah, un entrañable matrimonio de treintañeros implicados en el proyecto con la esperanza de seguir adelante. Walter era un hombre serio y formal, pero también amable, como indicaba su fiel cara de bonachón. Tenía una piel blanca pálida, gafas propias de un profesor de química de instituto –que es lo que era–… y cómo olvidar su rasgo más característico, su prematura calvicie de la que sus amigos acostumbraban a hacer bromas. Sarah, sin embargo, era una ama de casa de carácter dulce y amigable. La gente solía atribuir su belleza a sus grandes ojos azules y su estilosa melena negra. Y lo más importante, su hija, Nocte; era una niña tan dulce y hermosa como cualquiera de su corta edad de seis años, había heredado la pálida faz de su padre y los rasgos de su madre, pero tenía su toque propio, unas hermosas pequitas que le rodeaban la cara y parte del cuello y clavícula. La familia vivía a unas cinco o seis manzanas del refugio.

    El plan era sencillo, debían esperar ya preparados una furgoneta que aparcaría al final de la calle de enfrente. Estuvieron esperando casi dos horas antes de la hora acordada. En realidad, tampoco podían hacer mucho más, la tensión recorría cada recoveco de sus cuerpos. Sarah intentaba calmar a Nocte abrazándola y mimándola mientras afirmaba que todo iba a estar bien para tranquilizarla. Mientras tanto, Walter se mantenía agachado con firmeza, mirando por una diminuta rendija que dejaba la única persiana de la casa sin cerrar por completo y que daba hacia la calle principal. Walter ni apartó la mirada ni comentó nada sobre el horror que estaba viendo en aquella avenida infestado de florkianos. Después de unos minutos, Walt vio como una furgoneta amarilla cruzaba la esquina a toda mecha y paraba en seco en el punto de recogida acordado, era ahora o nunca. 

    – Ya están aquí, tenemos que irnos ¡Rápido! – exclamó Walter. 

Sarah  se cargó a la niña a sus brazos y una pequeña maleta con lo justo para un apocalipsis; Walt, con una bolsa de equipaje al hombro abría los cerrojos y pestillos que aseguraban la puerta. Cuando la abrieron no tuvieron tiempo de observar el entorno, pero parecía de película, de esas que tanto le apasionaban a la pareja. Cruzaron la calle lo más rápido que pudieron, sorteando cadáveres, aliens y demás obstáculos. A cualquiera le dejaría marcado esa imagen. El doctor Saúl, uno de los cabecillas de la operación, les hizo un gesto indicándoles que fueran en la parte de atrás para poder arrancar de nuevo. 

   Al subir a la furgoneta todos sintieron un enorme alivio, ver la cara de más supervivientes lo hacía menos pesado y los invadió una sensación de confianza. Al ver a Nocte sobresaltada por la situación, el doctor quiso sacarle un tema de conversación para distraerla. 

– ¿Qué tal te encuentras? – dijo mirándola por el retrovisor mientras ella sollozaba. 

– Mejor que nunca – respondió la niña con ironía. 

– Mira, yo sé que será difícil adaptarse a un cambio tan grande, pero, por mi parte, intentaré hacértelo lo más ameno posible – dijo tratando de apoyarla. La niña no respondió. 

– ¿Está todo ya habilitado, no? – preguntó Walt para romper el silencio. 

– Lo básico sí, aunque faltan algunos arreglillos – respondió Saúl –. Se os asignará un pequeño apartamento con dos habitaciones y una pequeña cocina, vosotros habéis tenido suerte, tenéis los baños comunes al lado ¡Ah! Y tranquilos, se os suministrarán las provisiones necesarias cada mes – añadió. 

– ¡Caramba, si hasta suena como un hotel! – dijo Sarah demasiado optimista. 

– Llegamos – dijo Saúl . 

   Mientras bajaban las cosas y se preparaban para entrar a la comuna, Sarah notó cómo algo viscoso le agarraba bruscamente de los tobillos para tratar de derribarla. 

– ¡Aaaaaaaah!¡Mis pies! – gritó. 

Al parecer una de esas bestias controlamentes se ocultaba bajo la furgoneta. En ese momento Saúl le estaba enseñando el complejo de entrada de la comuna a Walt. Nocte, que todavía estaba tratando de bajar de la furgoneta, oyó a su madre y, alarmada, fue corriendo a pedir ayuda a su padre dando los pasos más rápidos que podría dar siendo una niña de seis años entre las desérticas ruinas del lavadero.

   –¡Papá!¡A mamá le está atacando un alien! – gritó. 

Tanto Saúl como Walt corrieron a la furgoneta impactados, pero cuando llegaron ya era tarde, los pegajosos tentáculos de aquel florkiano poseían de forma cruel a Sarah, de pies a cabeza, pasando inevitablemente por sus ojos azules que ya se habían tornado verdes, lo cuál indicaba su fin.

    Al ver aquello, a Walter se le vino el mundo abajo, sus lágrimas se deslizaron suavemente por las mejillas de su rostro y, desolado, se desplomó de rodillas al suelo, con el llanto y la expresión más triste que Saúl había visto jamás. 

– ¡No la mires a los ojos, Walt!¡No la mires a los ojos! – gritó Saúl desesperado mientras le tapaba la visión con su mano izquierda. 

   En ese instante, comprendió que no había vuelta atrás. Con su otra mano sacó un revólver de la parte trasera de su cinturón y, sin mirar a sus ojos, apuntó a Sarah levantando el brazo con remordimiento; con una pizca de compasión por el florkiano y una culpa indescriptible por la mujer, apretó el gatillo, haciendo que el inerte cuerpo de Sara cayera al suelo. Después, al sonido del disparo le siguió un enorme silencio que inundó el ambiente. Alertados por el estridente sonido, un grupo de florkianos salió de entre las sombras, Saúl agarró bruscamente del brazo a Walter haciendo que se levantase de un salto para llevarlos a él y a su hija al refugio, por muy desolados que estuviesen. Con Walter agarrado de su brazo y Nocte a sus hombros, Saúl trató de poner el código de acceso a la comuna. 

   Mientras la robusta y enorme puerta metálica se abría, un tentáculo agarró a Walt de su pie derecho. Saúl dejó a la niña en el suelo del refugio y rápidamente empujó a Walt hacia dentro y dio un portazo, haciendo que el tentáculo del alienígena se desprendiera de su cuerpo dejando una abundante charco de verdosa sangre florkiana. A Walter no le importó, destrozado por la reciente muerte de su esposa, se deslizó suavemente por la pared hacia abajo, flexionando las rodillas para quedarse sentado en el suelo mientras abrazaba sus piernas y, entre sollozos, balbuceaba cosas indescifrables… hasta al ser más ruin del universo se le hubiera roto el corazón con esa imagen. Nocte, con inocencia, se dirigió hacia su padre y le dio un cálido abrazo.

   – Bueno, estaréis agotados, así que dejadme que os guíe hasta vuestro apartamento. Ya os enseñaré mañana las instalaciones – dijo incómodo el doctor. 

    Después de una larga y silenciosa caminata en la cual Saúl abría la boca de vez en cuando sin conseguir captar una mota de atención de ambos, llegaron a su destino.

– Parcela número 113 – dijo Saúl mientras levantaba el brazo y le daba a Walt las llaves. Walter respondió, cogiendo las llaves con una expresión neutra acompañada de un seco y apenado «Gracias». 

   Después de abrir la puerta, todos observaron el pequeño lugar: una cocina diminuta con algunos estantes llenos de latas de conserva, comidas preparadas, agua, café instantáneo y hasta algunos vegetales. La cocina estaba acompañada con una pequeña mesa plegable de plástico y algo parecido a unos taburetes, también de calidad cuestionable. Cabe recalcar, que, comparadas con la cocina, las habitaciones no estaban nada mal; la de Nocte tenía una cama de tamaño individual con sábanas blancas, una estantería donde poner su ropa, libros, cosas de aseo, juguetes, etc. En el suelo había una divertida alfombra rosa con estampado de pequeños dibujos de unicornios, que animaba un poco la onda simple de la habitación, que estaba pintada de un gris industrial y aburrido al igual que todo el lugar. La habitación de Walter tampoco se quedaba atrás, tenía una cama de matrimonio cubierta con una colcha de estampado rústico que hacía juego con el armario de madera oscura de la esquina de la habitación, dos mesitas de noche a los lados de la cama y poco más.

 No era gran cosa, pero se podía considerar un hogar, y con eso bastaba.

    Walter agradeció de nuevo al doctor Saúl por su hospitalidad, a lo que él respondió:

– No tienes nada que agradecer. Walt, por cierto, ¿podríamos hablar en privado? – preguntó Saúl. 

– Claro, sin problema – respondió. 

– Nocte, cariño, ¿por qué no vas a echarle un ojo a tu habitación y así de paso colocas tus cosas? – sugirió Walter amablemente a la niña. Nocte respondió con un gesto de afirmación, agitando la cabeza, para después dirigirse hacia su cuarto.

– ¿Y bien? – preguntó Walter mientras se apoyaba con su antebrazo en el marco de la puerta.

– Escucha, Walt, lo que ha pasado ahí fuera… – dijo Saúl haciendo que a Walter se le saltasen las lágrimas al instante–. Lo superaréis ¿vale? Hay un psicólogo en la comuna, podéis acudir tanto Nocte como tú, os acostumbraréis a esto, lo prometo, y te pido, por favor, cuida muy bien de Nocte, es lo que Sarah habría querido. 

   Walter rompió a llorar y abrazó con fuerza a Saúl, dejando empapado de lágrimas el hombro de su camisa beige. Tras unos segundos, se separó del doctor y este se retiró con una sonrisa.

    Al día siguiente Nocte y Walter se levantaron pronto para la visita guiada que el doctor les había prometido. Cuando salieron del apartamento allí estaba Saúl con otros sobrevivientes también listos para conocer el lugar, entre ellos se encontraba una familia afroamericana: la madre, Mandy, era una mujer que había estado en el ejército, tenía un carácter fuerte a diferencia de su esposo, Louis, que todo un trozo de pan, al igual que su hijo Charles, que tenía la misma edad que Nocte, y que, aunque era tímido, era todo un personaje de niño cuando cogía confianza.

    Nocte y Charles no tardaron en entablar una bonita amistad durante la visita, de esas que solo es capaz de crear un niño de seis años con tres sencillas frases: «Hola ¿Cómo te llamas?», «¿Cuántos años tienes?» y finalmente «¿Quieres ser mi amig@?».

Ambos se enamoraron de una de las salas comunes en las que había más juegos de mesa de los que los dos habían visto en toda su vida. Al verlos, se abalanzaron sobre los cómodos y coloridos sillones que rodeaban la zona.

   Las semanas fueron pasando, aunque, dentro de la comuna eran eternas… parecía que el tiempo se había parado. Nocte solía quedar con Charles por las tardes después de comer, se reunían en las zonas comunes para jugar a juegos de mesa, ver antiguas películas que tenía descargadas Louis en su ordenador o simplemente hablar de cualquier cosa.

    Mientras tanto, Walter solo salía del apartamento en algunas ocasiones, no tenía ganas de hacer nada, estaba triste todo el día. Esas veces en las que prácticamente fue abducido por Saúl para que hablará con un psicólogo del refugio tampoco fueron muy bien, se negaba a ir, y no porque no se esforzase en mejorar su salud mental, sino porque le era tan difícil siquiera pensar en Sarah que le era imposible hablar de sus sentimientos. Incluso Charles y Nocte conseguían sacarlo más de la cama, con la excusa de «Necesitamos al menos tres personas para montar este puzzle», lo cual tampoco le molestaba. Prefería tenerlos bien vigilados, a pesar de que su zona favorita estaba a pocos pasillos de sus respectivos apartamentos. 

   Al estar totalmente aislados, los días casi pasaban sin darse cuenta y perdieron la noción del tiempo. Ya había pasado un año desde la apertura de la comuna, y para celebrarlo a Louis se le ocurrió que podrían organizar una pequeña cena en una sala común. Presionados por Saúl y él, Mandy y Walter tuvieron que aceptar. Fu lo más parecido a una cena familiar de Navidad que habían visto en mucho tiempo: unas cuantas mesas plegables de los apartamentos juntas, sobre ellas todo un banquete de conservas de las cuales, por lo menos, habían cinco latas de albóndigas en salsa, y tres centros de mesa que los niños habían hecho con unas latas y flores de papel. Aquello fue un gesto muy amable por su parte, aunque, honestamente, eran tremendamente horrendos y todavía estaban goteando de cola. 

   Mandy, que estaba sentada a unos metros enfrente de Walter, le pidió que le pasase las aceitunas en lata. «¿Cómo no?». Después de agradecérselo, le soltó:

– Oye, Walt ¿No has pensado en la educación de los niños? – dijo Mandy, sin darse cuenta de que quedaba demasiado directo y grosero. 

Louis, que estaba a su lado, le lanzó una mirada matadora indicando lo evidente. 

– Me refiero a que llevan sin ir a la escuela un año y que quizá les iría bien ejercitar la mente – rectificó. 

–¡Me parece una gran idea! – intervino Saúl como de costumbre.

Walter aceptó.

   Nocte y Charles empezaron a tomar pequeñas clases tres veces a la semana con Saúl y Louis, con ejercicios de lógica y comprensión lectora, incluso Walter se animó a darles pequeñas lecciones de Química y Matemáticas. Poco a poco todos se fueron acostumbrando a su rutina y los años fueron pasando… uno, dos, tres… pero siempre con la duda de saber qué estaría pasando en el mundo exterior.

    Cuando Nocte alcanzó la edad de 17 años, seguían en la misma situación.

   Una noche en la que Nocte se había desvelado para terminar un libro, le entraron ganas de ir al baño, lo cual suponía toda una travesía; tener que salir del apartamento daba demasiada pereza, pero Nocte ya no podía aguantar toda la noche. Mientras cerraba sigilosamente la puerta para no despertar ni a su padre ni a los vecinos, notó una presencia extraña cerca de ella, pero la ignoró. Como estaba en la oscuridad, el pasillo daba una sensación tétrica, así que Nocte decidió caminar rápido los pocos pasos que debía dar hasta llegar al baño. Al llegar al baño, Nocte trató de buscar el interruptor de la luz entre la oscuridad apoyada en el marco de la puerta. Cuando lo encontró y lo apretó, se encendieron aquellas luces propias de un hospital psiquiátrico y, como sus ojos llevaban acostumbrados unas horas a la tenue luz que tenía colocada en la mesita de noche, esas luces tan potentes la cegaron por unos instantes. Nocte prosiguió caminando hacia uno de los retretes y cerró la puerta. Cuando se giró para levantar la tapa, todavía con la visión perjudicada, notó que un líquido viscoso recubría la tapa. Llena de asombro, dio un un salto y soltó un grito que se escuchó por todo el pasillo y parte de los de al lado. 

   Louis, que fue el primero que acudió al escuchar el grito, lo reconoció claramente… ese líquido eran rastros de vida florkiana. Con el paso de las semanas fueron apareciendo más restos y pistas de vida florkiana dentro de la comuna, lo cual despertó la preocupación de Saúl. La situación llegó al extremo cuando una de esas bestias (escondida quién sabe dónde) se cobró la vida de una mujer mayor llamada Marga, del pasillo B3. 

   Se puso en marcha un plan de búsqueda para encontrar a lo que sea que estuviese haciendo esos estragos, pero aquellos seres eran escurridizos como agua, seguían causando muertes por toda la comuna, incluida la de Walter. El fallecimiento de su padre supuso un duro golpe para Nocte… primero había sido su cariñosa madre y luego su padre, lo único que le quedaba en la tortura de aquella vida a la que estaba sometida.

   Con miedo de ser ella la siguiente y al no tener nada que perder, tomó una decisión: escaparía de la comuna. Esa misma tarde, Nocte quedó en verse con Charles en el pasillo. 

– Psss¡Charles! – susurró Nocte para intentar llamar su atención. 

– ¡Por fin te encuentro! Llevo buscándote entre pasillos un buen rato¡específica, chica! – dijo Charles indignado. 

– ¡Shhhhh! – le indicó Nocte. 

– ¿Me vas a decir eso tan importante por lo que me has dicho que venga aquí, o qué? Además, ¿sabes que Saúl ha prohibido a todo el mundo salir del apartamento, verdad? – rebatió Charles. 

– Precisamente por eso es idóneo que hables bajito – susurró. 

– Desembucha – susurró Charles. 

– Tengo un plan para escaparnos de la comuna.

Charles se quedó impactado, su cara era un cuadro, se veía a kilómetros que quería decirle algo como «Se te ha ido la olla, Nocte», pero al pensarlo unos segundos se dio cuenta de que no era tan descabellado, así que respondió «Te escucho». 

– Mañana a primera hora nos colaremos en el despacho de Saúl y le robaremos el código de la puerta – susurró Nocte, expectante a la reacción de Charles. 

– ¿ Y qué haremos cuando salgamos? – preguntó Charles. 

– Morir en un lugar mejor que no sea este zulo, como el resto de la humanidad – dijo Nocte con ironía. 

Charles sonrió. 

   A la mañana siguiente, cuando ambos se encontraron, Nocte burló la cerradura del despacho del doctor con una horquilla y ambo, rápidamente buscaron el código de la puerta entre archivadores, carpetas y demás. 

– ¡Bingo! – dijo Charles.

Nocte le miró con expresión de psicópata. 

– Bingo – susurró Charles con ironía, y a la vez feliz. 

   Charles había encontrado una pequeña tarjeta entre un montón de papeles en la que ponía «CÓDIGO DE LA PUERTA PRINCIPAL: 93614» y en efecto, al probar aquel código, la enorme puerta se abrió, dándoles a ambos la libertad que no habían tenido en mucho tiempo. Nocte y Charles se fueron, sin destino, pero por lo menos, tampoco fin.